================================================================
Notas
en torno al norte en la literatura mexicana
Viviane Mahieux y Oswaldo Zavala
Desde
que apareció Tierras de nadie: el norte
en la narrativa mexicana contemporánea se nos han hecho insistentemente
ciertas preguntas: ¿En qué consiste la literatura del norte? ¿Qué significa ser
un escritor del norte? ¿Cómo se distingue la literatura del norte de la del
resto del país? Estas preguntas han provocado conversaciones arduas que marcaron
cómo hoy se piensa literariamente el norte, pero no son las que guiaron la
conceptualización de nuestro volumen. Al contrario, nuestro libro se concibió
como una manera de señalar la improductividad de la etiqueta “literatura del
norte”, que reúne a un grupo de escritores de poéticas dispares y que en poco o
nada se diferenciaría de lo que implícitamente tendría que ser la “literatura
del centro”. En nuestro proyecto colectivo, que cuenta con la colaboración de
diez jóvenes críticos, no nos propusimos definir la literatura del norte
mexicano, ni trazar sus rasgos, ni enumerar sus cualidades o defectos. Este sería
un proyecto inevitablemente reductivo, en parte porque esta compleja zona del
país tiene una inmensa producción cultural cuya diversidad nunca podría resumirse
en un solo libro, pero también porque lanzarse a tal empresa implicaría reafirmar
la falacia determinista del origen. Se ha naturalizado que la literatura que
trata de la Ciudad de México, en un salto metonímico siempre realizado a priori,
habla por la nación, algo que no
sucede cuando esa literatura se refiere al norte. Es por ello que nadie se
pregunta con tanta insistencia cómo se puede definir la literatura de la Ciudad
de México o qué exactamente es ser un escritor capitalino.
Nos
rehusamos a creer que para escribir sobre el norte hay que nacer y vivir allí,
que si uno es del norte está obligado a escribir sobre esta región, o que
escribir sobre el norte implica enfocarse en la violencia, el narcotráfico, la
migración, la frontera. Hay una infinidad de nortes cuyas realidades y disparidades
van más allá de esos temas hoy considerados necesarios para que un texto se
gane el atributo de “norteño” y goce de cierto éxito editorial. Tierras de nadie se propuso entonces pensar
el norte como referente literario privilegiado, tomando en cuenta su
trayectoria histórica, la larga cadena de tensiones con sus otros (el centro capitalino, el norte
más allá del norte—los Estados Unidos), las jerarquías entre textos de
distribución local y los circuitos de lectura nacionales, así como su cambiante
visibilidad en el panorama de la literatura nacional. Quisimos evocar el norte mexicano
como un espacio geopolítico complejo que puede escribirse —y leerse— de
múltiples maneras y desde espacios diversos. Con “espacios” nos referimos no
sólo a la geografía, sino también a lugares simbólicos de enunciación, como lo
son la literatura, el periodismo, la academia.
Es
imprescindible ejercer un cierto nivel de responsabilidad literaria ante la
realidad que vive el México contemporáneo, un país sumergido en la violenta realidad
del narcotráfico y de la corrupción sin límites. Pero este dilema no es
exclusivo del norte. La violencia del narco surge a nivel nacional como parte de
una red de poderes que involucra las principales élites políticas del país, así
como sus instituciones policiales y militares. La literatura puede responder a
tales encrucijadas de múltiples maneras, pero los ambientes del realismo sucio no
son obligatorios. El ethos de una
época y de una comunidad se puede abordar de un modo directo o apenas insinuado
en la generalidad de un tema. A la vez, una obra puede ambientarse en ese norte
deprimido que hemos visto ya tantas veces y, sin embargo, tener como núcleo
narrativo preguntas universales que no se centren exclusivamente en la realidad
política del momento. En cualquier caso, se espera que una obra literaria
genere estrategias críticas de representación que no reproduzcan los mismos
discursos hegemónicos que transforman el norte en una zona de mitologías bárbaras
y ajenas a la supuesta civilización normativa del centro. Por eso, resulta incómodo
que la llamada “narcoliteratura”, para algunos intercambiable con la noción de “literatura
del norte”, tenga tanto éxito. Es difícil abordar el fenómeno de la violencia
sin que surja la sospecha, justificada o no, de que se está respondiendo a
conveniencias editoriales. Precisamente
por ello, ahora se vuelve más complejo representar críticamente no lo indecible,
lo que escapa a las palabras sino lo ya sobredicho, lo repetido hasta el
vértigo.
Estas
discusiones sobre cómo representar las caras de la violencia y de la
desigualdad —y cómo leerlas— no son nada nuevas. Su antecedente más reconocible
se encuentra en la novela de la revolución y en las polémicas de principios del
siglo veinte en las que participaron tanto los intelectuales ateneístas como
los miembros de las diferentes vanguardias. Hace unos noventa años, el pequeño
mundo literario mexicano se agitaba discutiendo el supuesto “afeminamiento” de
la literatura mexicana. En el fondo, esta polémica de 1924 fue impulsada por la
necesidad de pensar el lugar de la literatura después de la revolución, de debatir
cómo se podían representar los acontecimientos sucedidos, y cuál sería el rol
de los escritores en un cambiante escenario nacional.
Tales
preguntas siguen vigentes, aunque algunas de sus implicaciones hoy resulten
absurdas, como el desliz constante entre el cuerpo literario y el cuerpo del
autor. Se especulaba entonces que la
literatura mexicana debía ser viril y nacionalista: “ya nos somos gallardos,
altivos, toscos”, lamentaba Julio Jiménez Rueda. Tomando en cuenta la inmensa
distancia que nos separa de esa época —sin blogs, sin twitter, cuando las
novelas no competían con las pantallas— nos es posible advertir varias
continuidades. Primero, la más obvia: en 1924 se debatía qué tipo de
masculinidad debía asumir la literatura, pero no se cuestionaba que ese cuerpo
literario fuera implícitamente masculino. Las discusiones de los últimos años
en torno a la llamada literatura del norte, o la narcoliteratura, retoman estos
tonos patriarcales y falocráticos. Acaso
por ello pocas escritoras han optado por la estética violenta que está en boga,
como tampoco han mostrado el mismo afán por protagonizar los debates en torno
al norte como campo literario. Nuestro mismo volumen recalca esta ausencia:
ningún colaborador cubrió el trabajo de las muchas escritoras que han
representado el norte en sus obras. A su vez, las polémicas actuales en torno
al norte recaen en ese impulso de delinear trincheras, de crear clanes
imaginarios que sólo se materializan al limitar modos de intervención y de
creación. Si en 1924 un escritor era o viril y nacionalista, o afeminado y
traidor a la patria, hoy se escribe en pro o en contra del norte, se es norteño
o se es centralista, se es regional o se es globalizado, se es nativo o se es
académico. Acaso en unos cien años, si es que somos tan relevantes como hoy
creemos serlo, alguien estudiará las polémicas en torno al norte con la misma irónica
sonrisa que no podemos evitar al recordar los dardos bochornosos que se
lanzaron a principios del siglo pasado.
El
sencillo pero productivo gesto de nuestro libro —en vez de pensar la literatura
del norte indagamos sobre el norte en la literatura— busca generar nuevos
ímpetus a una conversación que se estaba agotando. En los meses desde su aparición, hemos reflexionado en lo que
consideramos sus aciertos, así como sus fallas. Los aciertos, a nuestro
parecer, radican en la calidad de los ensayos incluidos, así como en sus
posturas divergentes y hasta contradictorias: yuxtapuestos, demuestran la
heterogeneidad del norte y las múltiples aproximaciones críticas que puede suscitar.
Las limitaciones del volumen parten de su insalvable condición incompleta. Ninguno
de los ensayos recibidos abordó representaciones del norte desde posturas
regionales, una carencia reveladora de un campo cultural fragmentado que en
muchos casos desfavorece a sus mejores escritores, como es el caso de
escritores tan importantes como Jesús Gardea o César López Cuadras.
Nuestra
convocatoria sugirió temas, mas no los asignó: la selección de autores
estudiados así como la metodología fue opción de cada colaborador. El libro es
entonces el reflejo de un momento específico en el cual las voces críticas más
jóvenes responden a un campo literario marcado por las editoriales
transnacionales y por el prestigio alternativo de las casas independientes. Al
mismo tiempo, las selecciones de los colaboradores se pueden entender tanto por
sus trayectos individuales de lectura como por sus formas de ciudadanía
descentrada. Nuestros autores nacieron en distintos puntos del país e incluso
en el extranjero; algunos tienen formación académica en México y otros están
cursando estudios de posgrado o están ya integrados a circuitos profesionales
en Estados Unidos, Canadá o Europa. No puede ser casual que las circunstancias biográficas
de los escritores analizados en el libro reflejen también esta condición
dislocada. Varios de los escritores estudiados viven en lugares tan dispares
como Nueva Orleans (Yuri Herrera), París (Miguel Tapia), Varsovia (David
Toscana) o la Ciudad de México (Eduardo Antonio Parra).
Sin
duda, el coro intencionalmente disonante que compone este libro se habría
beneficiado al incluir otras voces que no se escuchan fácilmente fuera de su
localidad y que rompen con el paradigma más aceptado del escritor del norte. Esta
ausencia, sintomática de los diferentes circuitos de distribución y de lectura
del país, confirma lo mucho que queda por hacer para que nuestro fragmentado campo
literario no se mantenga atrincherado en la defensa innecesaria de territorios
inexistentes. Leído así, Tierras de nadie
nos parece una intervención colectiva que, por sus logros e incluso por sus
faltas, nos indica los múltiples derroteros intelectuales que aún quedan por
explorar y que no serán agotados precisamente porque son espacios de
significación que ningún esfuerzo crítico, efímero y contingente, podrá
apropiarse jamás.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario